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Te dejo el video donde predico acerca de este tema (el contenido del video es el mismo que el expuesto mas abajo):
Nuestro pecado: el problema y la solución
Todos los cristianos continuamos pecando después de
haber sido salvos:
1 Juan, 1:8 Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros.
1 Juan, 1:8 Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros.
1 Juan, 1:10 Si decimos que no hemos pecado, le
hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros.
Juan dice “si decimos”, es decir, se incluye, con lo
cual no caben dudas de que está hablando de la iglesia (y no del mundo), es
decir, está hablando de gente que ya es salva. Si no reconocemos que, aun
siendo salvos, hay pecado en nuestra vida, dice Juan, no somos creyentes
verdaderos, es decir, la verdad (que es la Palabra de Dios) no está en
nosotros.
Claro que Juan no solo plantea el problema sino,
también y gracias a Dios, la solución:
1 Juan, 1:9 Si confesamos nuestros pecados, él es fiel
y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.
La solución es, entonces, confesar nuestros pecados
delante de Dios. Aunque lo hemos dicho muchas veces en este blog, lo
reiteramos. La palabra “confesión” viene de la palabra griega “homologeo” que,
a su vez, proviene de dos raíces griegas: “homo”, que significa “lo mismo” y
“logeo”, que significa “hablar”, de modo que la palabra “confesión”
(“homologeo”) significa “hablar lo mismo”. ¿Hablar lo mismo que quien?. Hablar
lo mismo que Dios.
Solo cuando somos capaces de decir de nosotros lo
mismo que Dios diría, estamos confesando, lo cual implica la difícil tarea de vernos
como Dios nos ve (para bien y para mal). Confesar no es decir “Dios, perdóname
porque he pecado”. Confesar es decir, por ejemplo, “Señor, perdóname porque he
murmurado contra tal persona, porque no he diezmado lo que correspondía o
porque mire pornografía en internet”. Debemos ser específicos, evitando toda
otra oración vaga y general.
Una
confesión deficiente
La confesión de 1 Juan, 1:9 es una herramienta
diseñada por Dios quien, en su eterna sabiduría, vio que, aun después de
confesar su nombre, volveríamos a pecar. Sin embargo, no debemos utilizar la
herramienta de la confesión como una “licencia para pecar”: pecamos,
confesamos, nos limpiamos y volvemos a pecar, recomenzando el círculo. Este
tipo de confesión defectuosa no tiene ningún valor delante de Dios, porque,
como se ve, no hay arrepentimiento. Y ya lo advierte su Palabra en:
Proverbios, 28:13 El que encubre sus pecados no
prosperará; Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia.
Solo el que confiesa y se arrepiente (se aparta)
alcanzara misericordia. Si lo único que hacemos es pecar y confesar sin arrepentimiento para limpiarnos y volver a
pecar de nuevo, lo único que alcanzaremos es el juicio de Dios.
O lo
hacemos nosotros o lo hace Dios
Pablo escribe:
2 Corintios, 13:5 Examinaos a vosotros mismos si
estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros
mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?
Pablo nos exhorta a auto examinarnos si realmente
estamos en la fe, es decir, si vivimos una vida que evidencia que somos
cristianos. Pablo no está hablando de exhibir obras para ser salvos. Él fue el
primero en escribir que no somos salvos por nuestras obras sino por gracia, por
medio de la fe (Efesios, 2:8-9, Tito, 3:5). Las obras no son la causa de
nuestra salvación sino su consecuencia: nuestra salvación no es fruto de
nuestras obras sino que nuestras obras son fruto de nuestra salvación (Efesios,
2:10). Si decimos que somos cristianos y en nuestra vida no puede verse ningún
fruto (seguimos viviendo exactamente como cuando estábamos en el mundo, sin
Cristo), entonces solo tenemos una confesión de labios pero no hemos creído en
el Evangelio (1 Corintios, 15:3-4) y, por supuesto, continuamos perdidos. Nuestra fe, entonces, es muerta (Santiago, 2:14-17, 26).
Ya lo dijo Jesucristo:
Mateo, 7:16 Por sus frutos los conoceréis.
Mateo, 7:21 No todo el que me dice: Señor, Señor,
entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que
está en los cielos.
Si no somos capaces de auto examinarnos y juzgar
nuestro propio pecado, entonces Dios tendrá que hacerlo por nosotros y
disciplinarnos para corregir lo torcido en nuestras vidas. ¿Para qué?. Para que
no seamos condenados con el mundo:
1 Corintios, 11:31 Si, pues, nos examinásemos a
nosotros mismos, no seríamos juzgados; 11:32 más siendo juzgados [por no
habernos examinado], somos castigados por el Señor, para que no seamos
condenados con el mundo.
En este caso, la disciplina del Señor es una bendición
porque, de otro modo, recibiríamos la misma condenación del mundo que no tiene
a Cristo.
Como está escrito:
Hebreos, 12:5 y habéis ya olvidado la exhortación que
como a hijos se os dirige, diciendo: Hijo mío, no menosprecies la disciplina
del Señor, Ni desmayes cuando eres reprendido por él; 12:6 Porque el
Señor al que ama, disciplina, Y azota a todo el que recibe por hijo. 12:7
Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es
aquel a quien el padre no disciplina? 12:8 Pero si se os deja sin disciplina,
de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no
hijos.
Un cristiano que no confiesa su pecado, debe responder
por él. Esto lo confirma Pablo en:
Gálatas, 6:7 No os engañéis; Dios no puede ser
burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.
El mundo conoce esta ley espiritual (que, en realidad,
es bíblica) como la “ley del karma” (todo vuelve). Un cristiano verdadero, aunque
sea salvo, cosechara (segara) lo que siembre, porque, como dice Pablo “Dios no
puede ser burlado” (ni siquiera por uno de sus hijos).
¿Por
qué debemos confesar nuestros pecados?
Hay dos razones poderosas por las que debemos confesar
nuestros pecados:
[1] para permanecer limpios delante de Dios; y
[2] porque si no hablamos nosotros, entonces satanás
hablará por nosotros;
[1] para permanecer limpios delante de Dios;
En el Antiguo Pacto, la salvación se lograba por
obedecer la ley de Moisés y, al ser esta incumplible (Gálatas 5:3, Santiago,
2:10), derramando sangre (Hebreos, 9:22) de animales en el templo, una y otra
vez (Hebreos, 9:25, 10:1, 4), cada vez que la ley era transgredida.
En el Nuevo Pacto, la salvación es por gracia, por
medio de la fe (Efesios, 2:8-9) en el Evangelio (1 Corintios, 15:3-4), es
decir, en lo que Cristo hizo en la cruz. Ya no es la sangre de animales,
derramada una y otra vez (Hebreos, 9:25, 10:1, 4, 11), sino la sangre de
Cristo, derramada una sola vez (Hebreos, 10:12, 14), la que quita
definitivamente el pecado (Hebreos, 9:26).
Ahora bien, Cristo murió una sola vez. ¿Qué sucede
cuando volvemos a pecar luego de haberlo aceptado como Señor y Salvador?.
¿Tiene Cristo que volver y ser sacrificado de nuevo?. Por supuesto que no
(Hebreos, 9:26). El poder redentor de su sangre es eterno (Hebreos, 10:12, 14).
La confesión (1 Juan, 1:9) activa ese poder redentor eterno que hay en la
sangre de Cristo, el cual nos vuelve a limpiar de toda maldad, cada vez que
pecamos después de haber sido salvos. La confesión (1 Juan, 1:9) es la forma de
expiar (quitar de en medio) el pecado en el Nuevo Pacto.
[2] porque si no hablamos nosotros, entonces satanás
hablará por nosotros;
Satanás es nuestro acusador delante de Dios
(Apocalipsis, 12:10). Cada vez que pecamos, él se presenta delante de Dios
exigiendo nuestro castigo. Y acá pueden pasar una de dos cosas:
[a] o confesamos nuestros pecados, en cuyo caso la
acusación de satanás se desmorona; o
[b] decidimos escondernos de Dios e intentar compensar
nuestras fallas haciendo cosas (obras) para El, en cuyo caso la acusación de
satanás queda firme y Dios debe disciplinarnos (Hebreos, 12:5-8) para enderezar
lo torcido (el pecado) en nuestras vidas;
El problema con los cristianos es que nuestro primer
impulso, luego de pecar, no es confesar a Dios nuestros pecados (1 Juan, 1:9)
sino escondernos de El e intentar compensar nuestras fallas “haciendo cosas
(obras) para Dios”. No debe extrañarnos, sin embargo, que nuestro primer
impulso sea este, ya que esto fue lo que hicieron precisamente nuestros
primeros padres luego de sucumbir al engaño del enemigo:
Génesis, 3:7 Entonces fueron abiertos los ojos de
ambos [Adán y Eva], y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas
de higuera, y se hicieron delantales. 3:8 Y oyeron la voz de Jehová Dios
que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se
escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del
huerto. 3:9 Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás
tú? 3:10 Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque
estaba desnudo; y me escondí.
Los delantales, cosidos con hojas de higuera, que se
hicieron Adán y Eva representan “nuestras obras luego de pecar”. Pecamos y, al
sentirnos desnudos, nos escondemos de Dios (en lugar de correr a su encuentro y
confesar) e intentamos tapar nuestra desnudez haciendo cosas (obras) para El,
en un intento por compensar nuestras fallas.
Pero la única manera de “compensar nuestras fallas” no
es escondiéndonos de Dios y hacer cosas (obras) para El sino activando, por
medio de la confesión (1 Juan, 1:9), el poder redentor eterno de la sangre de
Cristo (Hebreos, 9:26, 10:12, 14), derramada en la cruz una sola vez por
nuestros pecados.
La
revelación del pecado en nuestra vida
¿Somos capaces de ver todos y cada uno de los pecados
que hay en nuestra vida?.
David creía que no:
Salmos, 19:12 ¿Quién podrá entender sus propios
errores? Líbrame de los que me son ocultos.
El Salmo 51 fue escrito por David cuando cometió
adulterio con Betsabé y homicidio con su esposo Urías (2 Samuel, 11). Nadie
puede decir que el Salmo 51 fue escrito por una persona a la que no le importó
su pecado. Sin embargo, aun después de cometer estos dos pecados terribles
(adulterio y homicidio), David tomo a Betsabé como esposa y continuó su vida
como si nada. Solo pudo ver su pecado cuando Dios lo confronto por medio del
profeta Natán (2 Samuel, 12). ¿Hubiera podido David ver su pecado (y escribir
el Salmo 51) si Dios no le hubiese revelado el pecado en su vida, por medio del
profeta Natán?. Seguramente no.
La revelación del pecado en nuestra vida es una obra
del Espíritu Santo y es progresiva. Si Dios nos revelara, de un solo golpe,
todo el pecado que hay en nuestra vida, aun siendo salvos, nos destruiría. Por
eso Dios (por misericordia) nos revela el pecado en nuestra vida en forma
progresiva y por eso también nuestra santificación también es progresiva.
Nuestra santificación no es una foto sino una película. Nuestra santificación
es un proceso.
De ello dan cuenta los siguientes pasajes:
Filipenses, 1:6 estando persuadido de esto, que el que
comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo;
Si realmente creímos cuando escuchamos el Evangelio (1
Corintios, 15:3-4), junto con la salvación, recibimos al Espíritu Santo
(Gálatas, 3:2), el cual no solo se queda morando (1 Corintios, 3:16, 6:19) sino
que, además, es sellado en nosotros (Efesios, 1:13-14, 4:30, 2 Corintios,
1:21-22). A partir de aquí, el Espíritu Santo comienza su obra en nosotros que
consiste en convencernos [1] de pecado, [2] de justicia y [3] de juicio (Juan,
16:8). Y es esta “buena obra” la que, aquel que la comenzó (el Espíritu Santo),
perfeccionara (la hará cada vez mejor) hasta el “día de Jesucristo” (hasta el
rapto de la iglesia).
Filipenses, 2:13 porque Dios es el que en vosotros
produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad.
Es Dios el que produce en nosotros tanto el querer
(ser santos) como el hacer (que podamos lograrlo), por su buena voluntad.
Nuestras
iniquidades, también
Es importante confesar no solo nuestros pecados sino,
también, nuestras iniquidades. Al respecto puedes ver un estudio en mi blog denominado "El pecado y la iniquidad" (pincha Aqui).
En el famoso decálogo (los diez mandamientos de Éxodo,
20), refiriéndose al pecado puntual de idolatría, Dios establece:
Éxodo, 20:4 No te harás imagen, ni ninguna semejanza
de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas
debajo de la tierra. 20:5 No te inclinarás a ellas, ni las honrarás;
porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los
padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me
aborrecen,
En el libro de Deuteronomio (donde Moisés repaso con
el pueblo toda la ley), se repite este mismo mandamiento:
Deuteronomio, 5:8 No harás para ti escultura, ni
imagen alguna de cosa que está arriba en los cielos, ni abajo en la tierra, ni
en las aguas debajo de la tierra. 5:9 No te inclinarás a ellas ni las
servirás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de
los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me
aborrecen,
Sin embargo, también en el libro de Deuteronomio
podemos leer:
Deuteronomio, 24:16 Los padres no morirán por los
hijos, ni los hijos por los padres; cada uno morirá por su pecado.
Por un lado, Dios dice que visitara “la maldad de los
padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Éxodo, 20:4-5,
Deuteronomio, 5:8-9) y, por el otro, dice que “cada uno morirá por su propio
pecado” (Deuteronomio, 24:16). ¿En qué
quedamos?. Lo que Dios visita “de los padres sobre los hijos” hasta la tercera
y cuarta generación es la “maldad” y no el “pecado”. De hecho, ni Éxodo, 20:4-5
ni Deuteronomio, 5:8-9 mencionan la palabra “pecado” sino “maldad”.
Se trata de la “iniquidad” o “maldad ancestral”. Cada
cual es responsable por sus propios “pecados” pero la “iniquidad” es algo que
afecta a clanes familiares enteros, de generación en generación. Si no aparece
alguien en el clan familiar que logre romper esa “atadura de maldad”, la
“iniquidad” seguirá afectando a ese clan familiar por generaciones.
Al respecto Ana Méndez, en su libro "La
Iniquidad", observa:
Etimológicamente la palabra “iniquidad” quiere decir
“lo torcido”. De hecho es lo que se tuerce del camino recto y perfecto de Dios.
El origen de la iniquidad se encuentra en la caída satanás. Surge en el momento
en que este querubín, lleno de belleza y perfección, le da cabida a un
pensamiento que se desalinea de Dios y empieza a creer en algo diferente y
opuesto a la justicia divina.
La “iniquidad” es donde se encuentra
la legalidad de Satanás para impedir constantemente que recibamos la plenitud
de las bendiciones de Dios. La “iniquidad” es esa fuerza irresistible que, en
muchos casos, arrastrará a personas aparentemente buenas a cometer pecados
abominables. Es por eso que hijos de alcohólicos, llegada cierta edad, empiezan
a tener un deseo incontrolable de beber. Y a veces son hijos de cristianos o de
pastores que, sin razón alguna, empiezan a desarrollar estas inclinaciones
pecaminosas. La razón de esto es que no se ha tratado con la “iniquidad”.
La “iniquidad” es, además, donde los juicios de Dios se van
a estar manifestando constantemente. Debido a que la “iniquidad” se opone a la
justicia divina, por estar torcida de ella, esto va a ocasionar un continuo
choque con la rectitud de Dios. La justicia tiene como parte de su esencia el
juzgar todo lo que se opone a ella. El propósito de los juicios de Dios es
alinear todas las cosas con la voluntad y justicia de Dios. Luego donde hay
caminos torcidos va a haber una continua acción divina tratando de alinear a la
persona con él. Lo cual se manifiesta en juicios, pruebas, tribulaciones,
desiertos, etc..
El pecado es tan solo el fruto de la “iniquidad”, es la
parte superficial y visible de algo que está profundamente arraigado en el ser
humano. El pecado es tan solo las ramas, lo exterior de un gran árbol que viene
creciendo y robusteciéndose de generación en generación. La “iniquidad” es la
verdadera raíz de donde surge todo el mal en nosotros y es ahí donde debemos
echar el hacha.
La gran mayoría de los creyentes confiesan sus pecados a
Dios, pero jamás le han pedido que borre sus iniquidades. Por esta causa siguen
padeciendo la consecuencia de terribles maldiciones financieras, o de
enfermedades familiares incurables, destrucción familiar, divorcios, accidentes
y tragedias que no deberían ocurrir estando bajo la protección de un Dios, que
es Todopoderoso. No es lo mismo el fruto [el pecado] que la raíz [la
iniquidad].
La “iniquidad” es transmitida por espíritus (inmundos)
ancestrales, es decir, por demonios. Hay diversos géneros de demonios dedicados
a instigar diversos tipos de iniquidades. Estos demonios están “asignados” a
los clanes familiares, para que afecten a los mismos con distintos tipos de “iniquidad”:
hay clanes familiares afectados por alcoholismo, tabaquismo, perversiones
sexuales, homicidio, adulterio, fornicación, ocultismo, suicidio, masonería y
demás. Si en un clan familiar, por ejemplo, hubo antepasados involucrados en la
masonería, tarde o temprano, el “espíritu (inmundo) de la masonería” va a
seducir (llamar) a uno o más miembros descendientes de ese clan familiar. Estos
espíritus inmundos o demonios se transmiten por la sangre.
Miembros antepasados de un clan familiar le dan la
“bienvenida” (llaman) a uno o más espíritus inmundos, celebrando pactos con
ellos, con lo cual le dan el “derecho legal” de seguir afectando a miembros de
generaciones futuras, descendientes de ese clan familiar. Quizás una generación
no se vea afectada, pero si lo será la siguiente. El hecho de que la “iniquidad”
no se manifieste en una generación, no significa que se haya cortado.
¿Pueden romperse estas “maldiciones”?. Por supuesto. Todo
puede romperse en el poderoso nombre de Jesucristo, haciendo oraciones
específicas:
[1] pidiendo perdón por las iniquidades cometidas por
nuestros antepasados (como si las hubiésemos cometido nosotros); y
[2] renunciando a todo tipo de pacto celebrado por nuestros
antepasados con los poderes demoniacos;
Un ejemplo concreto en la Biblia es el del rey David.
Veamos la genealogía que Mateo usa para demostrar que Jesús desciende de David:
Mateo, 1:5 Salmón engendró de Rahab a Booz, Booz
engendró de Rut a Obed, y Obed a Isaí. 1:6 Isaí engendró al rey David.
Rahab fue la prostituta de Jericó cuya vida perdono
Josué por haber ocultado a los espías que habían ido a inspeccionar la ciudad
(Josué, 2). Rahab fue perdonada porque creyó en el Dios de Israel. Pero había
sido prostituta (cometido adulterio). Rahab engendro a “Booz” (1ª generación),
Booz engendro a “Obed” (2ª generación), Obed engendro a “Isaí” (3ª generación)
e Isaí engendro a “David” (4ª generación). La historia es conocida: David no
pudo cortar la iniquidad y, siendo la 4ª generación desde Rahab, cometió
“adulterio” con Betsabé y homicidio con su esposo Urías (2 Samuel, 11 y 12).
Lo anterior no significa, de ninguna manera, que Rahab
no haya sido perdonada. No podemos condenar lo que Dios ha perdonado ni llamar
inmundo a lo que Dios ha purificado. De hecho Rahab, luego de que fue perdonada
por Josué (ella y su familia fueron los únicos sobrevivientes de la población
de Jericó), habito en medio de las tribus de Israel y vivió en la tierra
prometida. Y, por si esto fuera poco, Rahab es un antepasado del Mesías. Pero
la vida que llevo Rahab, antes de su conversión, atrajo hacia ella y hacia sus
descendientes, un “espíritu inmundo de adulterio” que, como vimos, tarde o
temprano afecto a uno de sus descendientes (el rey David). Si David no hubiese
adulterado, la “iniquidad” se cortaba con él y hubiese desaparecido de su clan
(recordemos que Dios visita la maldad hasta la “cuarta generación”). Pero
cuando David cometió adulterio, la cuenta volvió a comenzar. De ahí en
más, la tragedia visito la familia de David una y otra vez.
Satanás tiene poder, es decir, conserva el poder con el que
fue creado. Lo que no tiene es autoridad. No tiene autoridad en el cielo desde que
fue expulsado por Dios y no tiene autoridad en la tierra desde que Jesucristo
consumo su sacrificio expiatorio en la cruz del calvario (Juan, 12:31).
Por esto Pablo llama a Satanás el “príncipe de la potestad
del aire” (Efesios, 2:2). Y ciertamente satanás está “en el aire”. Pero sucede
que los seres humanos, al pecar, le dan a satanás la autoridad que no tiene. El
pecado le da “derecho legal” a satanás y sus demonios para actuar. Es el pecado
lo que mantiene a satanás entronizado en el mundo.
Conclusión
Como quedó demostrado, sea por orgullo, por temor o
por algún otro mecanismo de autodefensa, muchas veces no podemos ver (admitir)
el pecado que hay en nuestra vida y por eso el Señor debe revelárnoslo (a
veces, a través de la disciplina). Mientras ello no ocurra, debemos orar como
David para que nos libre de los errores que nos son ocultos (Salmos, 19:12).
Cuando el pecado finalmente sea revelado en nuestra vida, debemos dejarnos
llevar por el Espíritu Santo, quien nos guiará, primero, hacia el arrepentimiento
y, luego, hacia la confesión (1 Juan, 1:9).
Respecto de las iniquidades, debemos:
[1] orar a Dios para que nos revele las que fueron cometidas
por nuestros ancestros;
[2] pedir perdón a Dios por ellas (como si las
hubiésemos cometido nosotros); y
[3] pedir a Dios que las borre;
Respecto del apartado [1], nuestro conocimiento
ancestral normalmente llega hasta nuestros abuelos o, con algo de suerte, hasta
nuestros bisabuelos, motivo por el cual algunas iniquidades pueden resultar
conocidas por nosotros, mientras que otras permanecen todavía ocultas. Como no
sabemos todo lo que nuestros antepasados hicieron en contra de Dios, debemos
orar para que el Espíritu Santo nos lo revele.
DIOS TE BENDIGA!
Marcelo Daniel D’Amico
Maestro de la Palabra – Ministerio REY DE GLORIA