La conversión cristiana es un proceso evolutivo (con avances y retrocesos), ya que rara vez se da de un día para el otro, porque rara vez cambiamos nuestro modo de vida y de pensar también de un día para el otro. Muchos pastores evangelistas, luego de la prédica, convocan a pasar al frente a “los quieran aceptar a Cristo esta noche”. Por supuesto que lo hacen con las mejores intenciones, ya que la mayoría de estos pastores aclara que lo haga “solo el que este seguro”. Es por esto mismo que muchos predicadores y estudiosos de la Palabra (entre ellos, el conocido predicador Paul Washer), no creen en la “oración del arrepentido o pecador”. Yo estoy de acuerdo con esta postura: la conversión cristiana es un proceso y no una instancia. Es una línea recta y no un punto de la recta.
El siguiente estudio se basa en “el caso de Pedro” (nada menos).
Que lo disfruten.
Fuente:
http://www.mercaba.org/FICHAS/CRISTIANO/conversion_y_seguimiento.htm
Todo cristiano sabe lo que es la conversión: adecuarse a los valores que Cristo enseñó, que nos arrancan el egoísmo, la injusticia y el orgullo. Sabe también que la conversión es el fundamento de toda fidelidad cristiana en la vida personal, en el apostolado o en los compromisos sociales, profesionales y políticos. Ella nos arranca de nuestros “encierros” y nos conduce “adonde no queríamos” en el seguimiento de Cristo.
Juan, 21:18 De cierto, de cierto te
digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; más cuando ya
seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no
quieras. 21:19 Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a
Dios. Y dicho esto, añadió: Sígueme.
No siempre somos conscientes del itinerario de la conversión, de su dinamismo crítico. No hay una sola llamada de Cristo en la vida, hay varias, cada una más exigente que la anterior y envueltas en las grandes crisis de nuestro crecimiento humano-cristiano.
El Evangelio nos muestra este proceso crítico en los discípulos de Jesús. Tal vez con más relieve que en otros, en el éxodo espiritual de Pedro. Podemos situar la conversión de Pedro al seguimiento de Cristo a partir de la pesca milagrosa que nos relata Lucas:
Lucas, 5:1 Aconteció que estando Jesús junto al lago de Genesaret, el gentío se agolpaba sobre él para oír la palabra de Dios. 5:2 Y vio dos barcas que estaban cerca de la orilla del lago; y los pescadores, habiendo descendido de ellas, lavaban sus redes. 5:3 Y entrando en una de aquellas barcas, la cual era de Simón, le rogó que la apartase de tierra un poco; y sentándose, enseñaba desde la barca a la multitud. 5:4 Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. 5:5 Respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; más en tu palabra echaré la red. 5:6 Y habiéndolo hecho, encerraron gran cantidad de peces, y su red se rompía. 5:7 Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que viniesen a ayudarles; y vinieron, y llenaron ambas barcas, de tal manera que se hundían. 5:8 Viendo esto Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador. 5:9 Porque por la pesca que habían hecho, el temor se había apoderado de él, y de todos los que estaban con él, 5:10 y asimismo de Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: No temas; desde ahora serás pescador de hombres. 5:11 Y cuando trajeron a tierra las barcas, dejándolo todo, le siguieron.
El texto anterior es bien conocido. Jesús acababa de predicar a una
gran multitud desde una barca, a orillas del lago de Galilea. Entre
sus oidores estaban Pedro y algunos otros futuros Apóstoles. Hasta
el momento habían seguido a Cristo de lejos, en medio de sus trabajos
de pesca, sin haber sido llamados todavía a su seguimiento más radical (Juan,
1:35-42). Terminado su discurso, Jesús los invita a pescar. Ellos ya lo
han hecho durante la noche sin ningún éxito. Pedro, depositando
confianza en la palabra de Cristo, que ya había aprendido a aceptar, vuelve al
lago a echar las redes.
La pesca es extraordinaria, y vuelto a tierra, Pedro se da cuenta que tiene ante sí a alguien que es más que un sabio predicador.
Esto contrasta con la conciencia de sus miserias y desencadena en él un conflicto. Arrodillado ante Jesús le pide que se aparte, porque es un pecador. Pero el Señor aprovecha esta crisis en la conciencia de Pedro para llamarlo a la conversión: “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres”.
Pedro se entrega a Cristo. El signo de su conversión y la de
sus compañeros es que “lo dejaron todo y siguieron a Jesús” (Lucas 5:11).
A primera vista parece una conversión total. Pero a través de las actitudes
de Pedro en el transcurso de la vida pública de Jesús, podemos percibir
que su itinerario como convertido estaba en sus comienzos. Hay en él mucha
generosidad, entusiasmo, impulsividad y amor sensible al Señor. Pero
también hay exceso de confianza en sí mismo y en sus posibilidades. Su
idea de Cristo y del reino era aún superficial. Su compromiso tenía
la ambigüedad de muchos israelitas de su tiempo: Jesús para él no era
sólo un maestro religioso, sino también el Mesías temporal que liberaría
Palestina. Sólo al promediar los tres años de ministerio, Pedro reconoce
en Jesús al Hijo de Dios (Mateo, 16:16), pero la naturaleza del reino se
le escapa; “pescador de hombres” tuvo para él y sus compañeros la noción
de una empresa temporal, en la que ejercerían influencia y autoridad. Por
eso discuten sobre los primeros puestos (Mateo, 20:21; Marcos, 9:34) y
hasta la hora de la resurrección esperan la restauración de Israel. Por
eso Pedro experimenta una creciente dificultad en comprender la naturaleza
del seguimiento. Cuando Jesús habla de la cruz, se escandaliza (Mateo, 16:22).
Es incapaz de aliviar a los endemoniados, como su maestro, porque aún no ha
entendido el valor de la fe y la oración (Marcos, 9:14-29). Durante las
horas de la pasión experimenta sus límites en forma dramática y toda la precariedad
de su compromiso y de su conversión.
Lleno de fervor sensible había anunciado que él no abandonaría al Maestro, aunque los demás lo hicieran (Mateo, 26:33-35). Horas más tarde negaba y traicionaba a su Señor reiteradamente.
Para Pedro ésta fue una grave crisis. Le hizo comprender hasta qué punto su conversión era superficial. Su autosuficiencia y miras humanas se derrumbaron.
Pero Jesús aprovecha esta misma crisis para volver a llamarlo a una conversión más madura y decisiva. La escena corresponde a los relatos de la resurrección y la trae Juan en Juan, 21:1-19. Es muy semejante a la del primer seguimiento. El lugar es el mismo (el lago de Galilea) y las circunstancias muy parecidas.
Pedro y otros apóstoles están de pesca y no han pescado nada en toda la noche. Al amanecer, Jesús, desde la orilla, les ordena echar la red a la derecha y pescan un número enorme de peces grandes. Luego se reúnen con él a la orilla para comer. Al final de la comida, Jesús se dirige nuevamente a Pedro y le dirige, al igual que años atrás, la llamada a seguirlo. Esta vez en forma de una triple pregunta: «Simón, ¿me amas más que éstos?... Sí, Señor; tú sabes que te quiero... Apacienta mis corderos» (Juan, 21:15-17).
Pedro ha sido capaz de superar sus crisis y de decir “sí” a Jesús, pero éstas le han enseñado mucho. Le permiten una respuesta madura, más honda y cualitativamente diferente que tres años atrás. Aparentemente ha perdido entusiasmo y la generosidad sentida y espontánea de entonces. Ya no se atreve a afirmar (como lo hubiera hecho antes de la pasión) que él quería a Cristo más que los otros.
Hay en él la conciencia acumulada de sus límites y fallos, lo cual lo ha hecho más humilde y por eso su entrega ahora no se basa más en sus posibilidades, sino en la palabra de Jesús que lo ha llamado.
Parece menos entusiasta y entregado, pero en realidad ahora es cuando su conversión es más lúcida y profunda. Ahora se entrega con conocimiento de causa a un Señor crucificado y a un reino que no es de este mundo y que se construye en la fe. Pedro está maduro para seguir a Cristo, sin ilusiones ni sentimientos, en la madurez y la profundidad de la vida de fe. Antes había dejado su casa, sus barcas y su trabajo, pero no se había entregado a sí mismo. Por eso Jesús completa su llamada con un anuncio: “Cuando eras joven, tú mismo te ponías el cinturón e ibas adonde querías. Pero cuando te hagas maduro abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará adonde no quieras” (Juan, 21:18), dándole a entender, dice el evangelista Juan, de qué modo habría de morir para glorificar al Señor (Pedro murió crucificado).
El seguimiento de Pedro desde la conversión superficial e incipiente hasta la conversión madura de la fe, a través de la crisis, es un paradigma del proceso de la conversión de cada cristiano. Al igual que Pedro, nosotros también escuchamos en algún momento de nuestra vida una primera llamada a la conversión. Decidimos tomar en serio el cristianismo. Seguimos a Cristo con una dedicación total. Cada uno sabe cuándo fue la primera conversión de su vida, a menudo en plena juventud.
Como los apóstoles, nos hicimos
discípulos “dejando las barcas, las redes” y a veces la familia. Nos
pareció entonces la mayor generosidad. Todo nos estimulaba al seguimiento,
pues éste tenía un sabor sensible y realizador.
Aun con poca experiencia, al comienzo todo era una novedad, un fascinante descubrimiento del servicio a los demás. La pobreza evangélica tenía un sabor especial, incluso un cierto romanticismo.
Pero con el tiempo todo fue cambiando. Vino una especie de crisis, a veces repentina, las más de las veces progresiva y lenta. El momento en que se presentó, turbado el entusiasmo del primer seguimiento, no fue igual para todos. En muchos casos nuestra vida de fe es invadida por una creciente insensibilidad. Los valores evangélicos a los que nos habíamos convertido van perdiendo el sentido y la atracción sensible que al comienzo ejercían sobre nosotros. La presencia de Cristo en nuestra vida y particularmente en la oración, la sentimos cada vez menos. Experimentamos más bien una aridez, una soledad, una oscuridad que nos hace lejano el rostro del Señor.
Nos parece que oremos o no oremos todo seguirá igual: nosotros, nuestros compromisos, los demás, la historia. Por eso una de las primeras tentaciones que nos sobrevienen es la de abandonar la oración personal. La naturaleza humana se nos revela parecida en todas partes.
Comenzamos a experimentar desilusiones, fracasos y vemos la relatividad de nuestro empeño. La pobreza y el sacrificio se van haciendo duros. Han perdido su primer sabor y además no han sido aplaudidos como creíamos. Además, conforme pasan los años, nos hacemos más exigentes, más «burgueses». Buscamos seguridad y un «mínimo de confort».
La gran tentación de esta crisis es la transacción. Buscar un acomodo entre el Evangelio y el “mundo”, entre la santidad y la fidelidad indispensable, de manera que tras un exterior honesto, aparentemente “intacto”, interiormente nos hemos instalado, perdiendo el dinamismo del seguimiento y del amor.
Es la tentación del desaliento. Tal vez comprendemos por primera vez, en todo sentido, la sentencia de Jesús a los Apóstoles: “Esto es imposible para los hombres, pero para Dios todo es posible” (Lucas, 18:27). Esta crisis del seguimiento cristiano, dramática o sutil, es precisamente la que nos prepara y nos conduce a una conversión más madura y decisiva. Como Pedro después de la pasión, a través de la crisis, de su desconcierto e insensibilidad, Jesús nos vuelve a llamar.
Lo importante es saber abordar etapas,
normales, propias del dinamismo de la conversión. Ellas nos colocan una
vez más frente a la alternativa crucial: o quedarnos en el desánimo y la
mediocridad u optamos nuevamente por el radicalismo del Evangelio, más
lúcida y maduramente. Jesús nos conduce a la conversión en la
fe, profunda y adulta, que va más allá del entusiasmo sensible de
una primera conversión.
La verdadera conversión cristiana es
en la fe. Sólo ella nos permite dar el paso radical de entregarnos sin
reserva a la palabra de Jesús. Como Pedro, podemos entregar nuestro
trabajo y todas las cosas, pero reservarnos en nuestro fondo de egoísmo.
Intentamos conservar nuestra vida, pero:
Juan, 12:25 El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará.
La conversión de la madurez no consiste tanto en “sentir” nuestro seguimiento o en multiplicar actos de generosidad, sino más bien en dejarnos conducir por el Señor en la fe, en la cruz y en la esperanza.
Juan, 21:18 De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; más cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras.
DIOS TE BENDIGA!
Marcelo
D. D’Amico
Maestro de la Palabra – Ministerio REY DE GLORIA