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Te dejo el video donde predico acerca de este tema (el contenido del video es el mismo que el expuesto mas abajo):
El origen de las doce
tribus de Israel
El libro de Génesis, además de explicar el origen de todo,
trata sobre la vida de los cuatro grandes patriarcas de Israel: Abraham, Isaac,
Jacob y José y es el único libro de la Biblia que explica el origen de las doce
tribus de Israel. Después del diluvio, Dios llama a Abraham quien, a su vez,
tuvo un hijo: Isaac. El primer patriarca, entonces, fue Abraham y las
bendiciones que Dios prometió a Abraham fueron traspasadas de padre a hijo, de
generación en generación. Isaac (hijo de Abraham), por su parte, tuvo dos hijos:
Esaú y Jacob. Los nombres de las tribus provienen de los nombres de los hijos
que Jacob tuvo con sus dos mujeres: Raquel y Lea. Cada uno de los hijos de
Jacob, a su vez, se transformó en un patriarca que dio origen a una casa o clan
familiar. De la tribu de Judá (uno de los hijos de Jacob), por ejemplo,
salieron los reyes davídicos (David, Salomón, etc.). El Mesías (Jesucristo)
también vendría de esta tribu, ya que sería descendiente de David. Los hijos que Jacob tuvo con Lea (una de sus dos esposas)
fueron: RUBEN, SIMEON, LEVI, JUDA, ISACAR y ZABULON. Pero Raquel (la otra
esposa de Jacob) era estéril. Entonces Raquel dio su sierva (Bilha) a Jacob, de
donde nacieron DAN y NEFTALI.
Era común en la Mesopotamia de esa época que la esposa,
cuando era estéril, cuando no podía tener hijos, diera su sierva o esclava a su
esposo para tal fin. Los hijos que el esposo tenía con la esclava de su señora
se consideraban como de su señora misma. De este tipo de relación nació Ismael,
el primer hijo de Abraham que tuvo con la esclava egipcia de su esposa Sara,
llamada Agar.
Lea, por su parte, también dio su sierva (Zilpa) a Jacob,
de donde nacieron GAD y ASER. Finalmente Raquel, que era estéril, pudo darle dos
hijos a Jacob: JOSE y BENJAMIN. JOSE, quien luego fuera vendido como esclavo
por sus hermanos, tuvo, a su vez, dos hijos: EFRAIN y MANASES.
Y de aquí salen los nombres de las doce tribus de Israel:
RUBEN, SIMEON, JUDA, ISACAR, ZABULON, DAN, NEFTALI, GAD, ASER, BENJAMIN, EFRAIN
y MANASES. No están LEVI (su herencia fue el sacerdocio) ni JOSE, que se abrió
en dos tribus: EFRAIN y MANASES (sus hijos).
El libro de Génesis termina con José en el poder como
número dos de Faraón y unos pocos israelitas entrando en Egipto, donde Dios los
preservaría y los multiplicaría.
La conquista de la
tierra prometida a los patriarcas
Luego de 430 de opresión en Egipto, vino el Éxodo y las
tablas de la ley, con los diez mandamientos, en el monte Sinaí, los libros de
Levítico, Números (donde se explica el por qué Israel, en lugar de entrar de
inmediato en la tierra prometida, tardo cuarenta años) y Deuteronomio (libro
donde Moisés, antes de morir y dejar el liderazgo a Josué, repasó la ley con
todo el pueblo).
Tras la muerte de Moisés, sobrevienen las guerras por la
conquista de la tierra prometida liderada por Josué y, muerto este, sigue la
época de los “Jueces” (expertos en la ley, que administraban justicia). Varios
fueron también líderes militares que Dios levanto para liberar a Israel de sus
opresores. Uno de ellos fue Sansón.
El comienzo de la monarquía
El profeta Samuel fue el último de los jueces y es el nexo
entre la época de los Jueces y el comienzo de la monarquía. En su época, el
pueblo de Israel le solicitó al profeta la designación de un rey “como tienen
todas las naciones” (1 Samuel, 8:4-5). Hasta ese momento, el gobierno de Israel
había sido una “teocracia” (del griego “teo = dios” + “kratos = poder, dominio
o gobierno”), es decir, el rey era Dios mismo y gobernaba fundamentalmente a
través de:
[a] Jueces: conocedores de la ley, magistrados que administraban
justicia; y
[b] Profetas: Samuel fue el último de los jueces y
el “primer profeta” en el sentido de que fue el primero en ejercer el “oficio
profético” tal como se lo conoció después, aunque no fue el primero en
profetizar ya que, antes de él, habían profetizado Abraham, Moisés y Débora
(que junto con Barac, fue uno de los trece jueces);
A solicitud del pueblo, entonces, el profeta Samuel (por
orden de Dios) unge como rey a Saúl (1 Samuel, 10:1), dando así comienzo a la
“monarquía de Israel”. Ante las continuas desobediencias de Saúl, este es
desechado por Dios y, en su reemplazo, Samuel unge (también por orden de Dios)
a David (1 Samuel ,16:13). David reino durante cuarenta años y fue sucedido en
el trono de Israel por su hijo Salomón, que fue el que construyo el primer
templo para Dios. No obstante Salomón, en sus últimos años, cayó en la
idolatría ya que comenzó a adorar a múltiples dioses paganos, que eran los
dioses de todas las esposas y concubinas que tenía.
La división de Israel
en los reinos del norte y del sur
A raíz de la idolatría de Salomón (1 Reyes, 11:1-26), Dios
dividiría a Israel en dos reinos (1 Reyes, 11:30-31), pero no lo haría en vida
de Salomón, por amor a David su padre (1 Reyes, 11:34), sino en días de Roboam,
hijo y sucesor de Salomón (1 Reyes, 11:35-36). Así pues, en días de Roboam,
Israel se divide en dos reinos:
[1] el reino del sur, compuesto por las tribus de JUDÁ
y BENJAMÍN, llamado “JUDÁ”, con capital en Jerusalén (donde estaba el templo);
y
[2] el reino del norte, compuesto por el resto de
las (diez) tribus, llamado “ISRAEL o EFRAÍN”, con capital en Samaria;
El comienzo de la
idolatría en el reino del norte
El reino del norte fue entregado por Dios a Jeroboam,
enemigo de Salomón. Pero Jeroboam no confió en Dios sino que tuvo temor de
perder su poder. Jeroboam sabía que el templo estaba en Jerusalén y también
sabía que todas las familias de Israel (incluidas las del reino del norte)
tendrían que descender anualmente al templo que estaba en Jerusalén (el reino
del sur) para adorar a Dios. El temor de Jeroboam era que el pueblo del reino
del norte (del cual él era el rey), de tanto descender a Jerusalén para adorar
a Dios en el templo, terminara por proclamar rey a Roboam, hijo de Salomón y
rey del reino del sur. Para evitar esto, Jeroboam inventa todo un sistema
religioso falso y levantó dos becerros de oro, conforme al modelo de becerro de
oro hecho por Aarón (uno en Bet-el y otro en Dan, de acuerdo a 1 Reyes, 12:29),
para que el pueblo del reino del norte los adore como dioses y no se dirija
hasta Jerusalén. Todo esto lo podemos ver en 1 Reyes, 12:26-33 (esta sección
tiene como título “El pecado de Jeroboam”).
Este es el comienzo de la idolatría y apostasía que jamás
ceso en el reino del norte, donde, entre otros, ejerció su duro ministerio
profético Elías, sucedido luego por Eliseo.
Un remanente piadoso
del reino del norte emigra al reino del sur
El establecimiento, por parte de Jeroboam, de este sistema
religioso falso, produjo dos resultados:
[1] la mayoría de las
personas que permanecieron en el reino del norte aceptaron la adoración a Baal,
junto con su costumbre inmoral de la prostitución ritual; y
[2] la mayoría de los
del remanente piadoso, que deseaban permanecer fieles a Dios y a su ley,
sufrían mucho cuando "dejaban ... sus posesiones" y se trasladaban al
reino del sur, a fin de adorar al Señor conforme a su revelación original y a
sus mandamientos. Jeroboam, para ministrar en este nuevo sistema religioso
falso, había nombrado sacerdotes "que no eran de los hijos de Leví";
2 Crónicas, 11:14 Porque los levitas dejaban sus ejidos
y sus posesiones, y venían a Judá y a Jerusalén: pues Jeroboam y sus hijos
los excluyeron del ministerio de Jehová. 11:15 Y él designó sus propios
sacerdotes para los lugares altos, y para los demonios, y para los becerros que
él había hecho. 11:16 Tras aquellos acudieron también de todas las tribus de
Israel los que habían puesto su corazón en buscar a Jehová Dios de Israel;
y vinieron a Jerusalén para ofrecer sacrificios a Jehová, el Dios de sus
padres. 11:17 Así fortalecieron el reino de Judá, y confirmaron a Roboam
hijo de Salomón,
No solo los descendientes de la tribu de LEVI (los
levitas), excluidos del sacerdocio por Jeroboam, descendieron a Judá y Jerusalén
sino que “Tras aquellos [los levitas] acudieron también de todas las tribus de
Israel”, lo cual significa que un remanente de TODAS LAS TRIBUS DEL REINO DEL
NORTE se refugió en el reino del sur.
Dios castigo al reino del norte provocando su caída y
conquista por los asirios en 722 a.C. (1 Reyes, 17). Los asirios se llevaron
cautivos a muchos israelitas del reino del norte a Asiria, pero dejaron algunos
en Samaria (capital del reino del norte), trayendo también gente de otras
tierras para repoblar dicha ciudad. Los matrimonios entre los israelitas dejados
en Samaria y los extranjeros traídos para repoblarla, dio origen al pueblo de
los “samaritanos” y, con ellos, a un sincretismo religioso (una mezcla
religiosa) entre el judaísmo ortodoxo y el paganismo traído por los
extranjeros. Esto fue lo que ocurrió con los idolatras del reino del norte,
pero un remanente fiel, compuesto por todas las tribus del reino del norte,
había escapado, años antes, al reino del sur.
Lo anterior significa
que, entre el reino del norte, hubo un remanente que, rechazando el sistema
religioso falso inventado por Jeroboam, huyo y se autoexilio en el reino del
sur, con el único fin de seguir adorando al único Dios verdadero. Este
remanente no solo escapo de la idolatría del reino del norte sino de su destrucción
y conquista por los asirios en 722 a.C..
El reino del sur: un reservorio de todas las tribus de
Israel
Con esto, el reino del
sur, cuya capital era Jerusalén (donde, además, estaba el templo) y que estaba
compuesto por las tribus de Judá y Benjamín, quedo conformado por descendientes
de todas las tribus de Israel. En el año 586 a.C., por las mismas
razones por las que había caído el reino del norte en 722 a.C. (idolatría y
apostasía), cae también el reino del sur (1 Reyes, 25) conquistado por el
imperio babilónico comandado por el rey Nabucodonosor, quien destruyo la ciudad
de Jerusalén y el templo.
También hubo exiliados
ya que Nabucodonosor deporto israelitas a Babilonia:
[1] en 605 a.C. fue
deportado un grupo de jóvenes selectos, entre los que se encontraba el profeta
Daniel y sus 3 amigos;
[2] en 597 a.C. fue
deportado otro grupo, entre los que se encontraba el profeta Ezequiel; y
[3] en 586 a.C. fue
deportado el último grupo;
Aquí también el Señor
preservo un remanente que, setenta años después del primer grupo deportado en
605 a.C., regresaría a Jerusalén.
Conclusión
Por todo lo anterior el
concepto de “las diez tribus perdidas de Israel” es totalmente ficticio. No hay
ni hubo jamás “diez tribus perdidas”. Dios jamás ha permitido que se “pierda”
nada. Todas las piezas están en su lugar y cumplirán su papel en el tiempo
establecido por Dios.
Si hubiera “diez tribus
perdidas” no podrían cumplirse jamás los siguientes pasajes del libro de Apocalipsis:
Apocalipsis, 7:2 Vi
también a otro ángel que subía de donde sale el sol, y tenía el sello del Dios
vivo; y clamó a gran voz a los cuatro ángeles, a quienes se les había dado el
poder de hacer daño a la tierra y al mar, 7:3 diciendo: No hagáis daño a
la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que hayamos sellado en sus
frentes a los siervos de nuestro Dios. 7:4 Y oí el número de los sellados: ciento
cuarenta y cuatro mil sellados de todas las tribus de los hijos de Israel. 7:5
De la tribu de Judá, doce mil sellados. De la tribu de Rubén, doce mil
sellados. De la tribu de Gad, doce mil sellados. 7:6 De la tribu de Aser,
doce mil sellados. De la tribu de Neftalí, doce mil sellados. De la tribu de
Manasés, doce mil sellados. 7:7 De la tribu de Simeón, doce mil sellados.
De la tribu de Leví, doce mil sellados. De la tribu de Isacar, doce mil
sellados. 7:8 De la tribu de Zabulón, doce mil sellados. De la tribu de
José, doce mil sellados. De la tribu de Benjamín, doce mil sellados.
En pleno Apocalipsis (o
sea: en el futuro) habrá personas vivas (de carne y hueso), pertenecientes a todas
las tribus de Israel, que van a ser selladas. Si diez de las doce tribus
estarían “perdidas” esta profecía quedaría sin cumplimiento y sabemos que eso
no es posible (la Palabra de Dios siempre se cumple).
Finalmente, podemos
encontrar una confirmación de todo lo anterior en el NT:
Lucas, 2:25 Y he aquí
había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, y este hombre, justo y piadoso,
esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre
él. 2:26 Y le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la
muerte antes que viese al Ungido del Señor. 2:27 Y movido por el Espíritu,
vino al templo. Y cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al templo, para
hacer por él conforme al rito de la ley, 2:28 él le tomó en sus brazos, y
bendijo a Dios, diciendo: 2:29 Ahora, Señor, despides a
tu siervo en paz, Conforme a tu palabra; 2:30 Porque
han visto mis ojos tu salvación, 2:31 La cual has
preparado en presencia de todos los pueblos; 2:32 Luz
para revelación a los gentiles, Y gloria de tu pueblo Israel.
Los versículos
anteriores hablan de un hombre piadoso llamado Simeón que esperaba la “Consolación
de Israel”, es decir, al Mesías y de que el Espíritu Santo (el otro Consolador)
que “estaba sobre el” le había prometido de que no moriría sin antes conocer al
Mesías. Movido por el Espíritu Santo, este hombre Simeón fue al templo donde se
encontró con María y José que estaban presentando a Jesús en el templo
“conforme al rito de la ley” y allí reconoció a Jesús como el Mesías y exclamo
“ahora Señor despides a tu siervo en paz porque han visto mis ojos tu
salvación”.
Lucas, 2:33 Y José y su
madre estaban maravillados de todo lo que se decía de él. 2:34 Y los
bendijo Simeón, y dijo a su madre María: He aquí, éste está puesto para caída y
para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será
contradicha 2:35 (y una espada traspasará tu misma alma), para que sean
revelados los pensamientos de muchos corazones.
Simeón dijo dos cosas
respecto del Mesías:
[1] está puesto para
caída y para levantamiento de muchos, es decir, para los que no crean en El
seria para condenación pero, para los que si crean en El, seria para salvación;
y
[2] una espada
traspasará tu misma alma, queriéndole advertir a María que tendría que ver a su
hijo crucificado;
Pero lo más importante,
respecto al tema que estamos tratando, es el siguiente pasaje:
Lucas, 2:36 Estaba
también allí Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de
edad muy avanzada, pues había vivido con su marido siete años desde su
virginidad, 2:37 y era viuda hacía ochenta y cuatro años; y no se apartaba
del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones.
Había allí una mujer,
profetisa, llamada Ana DE LA TRIBU DE ASER (una de las diez tribus del reino
del norte). Esto quiere decir que, en la época del Mesías (el NT) había en Jerusalén
descendientes de las tribus del reino del norte, con lo cual queda confirmada
la hipótesis de que jamás estuvieron perdidas. Siempre fue conservado (por
Dios) un remanente de TODAS LAS TRIBUS DE ISRAEL.
Los que se perdieron,
cuando los asirios conquistaron Samaria en 722 a.C., fueron personas
pertenecientes a las diez tribus del reino del norte que eran idolatras.
Los que no eran
idolatras, unos años antes habían comenzado a emigrar hacia el reino del sur
para adorar al único Dios verdadero.
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Concepto de “sacramento”
La
palabra “sacramento” viene del latín, de dos raíces: el verbo “sacrare” (que
significa “hacer santo o santificar”) y la palabra “mentum” (que significa
“instrumento o medio para”), de modo que la palabra “sacramento”
(“sacramentum”), significa “instrumento o medio para hacer santo o santificar”. Sacramentos en el
protestantismo
Según
Pablo somos salvos por gracia, por medio de la fe en el Evangelio (1 Corintios,
15:3-4) y no por obras (Efesios, 2:8-9, Tito, 3:5). Los sacramentos son, en
esencia, actos u obras humanas motivo por el cual no califican para obtener la
salvación porque, como hemos visto, la salvación no es por obras (Efesios,
2:9). O sea, los sacramentos no son salvíficos.
La
teología protestante pura solo reconoce dos sacramentos:
[1]
el bautismo en agua; y
[2]
la Santa Cena (Eucaristía, para los católicos);
Nosotros
agregaríamos un tercer sacramento, que es el de la “confesión”, ya que responde
perfectamente a la definición de “sacramento” arriba presentada:
[3]
la confesión de pecados;
Sacramentos en el catolicismo
En
el catolicismo romano los sacramentos son siete y marcan las distintas etapas
importantes de la vida cristiana de los creyentes, que se dividen en tres
categorías:
[a]
sacramentos de iniciación;
[b]
sacramentos de sanación; y
[c]
sacramentos de servicio (a la comunidad);
[a]
sacramentos de iniciación:
[1] el bautismo;
[2] la confirmación;
[3] la Eucaristía (Santa Cena, para los
protestantes);
[b]
sacramentos de sanación:
[4] la reconciliación (incluye la confesión de
pecados);
[5] la unción de los enfermos;
[c]
sacramentos de servicio (a la comunidad):
[6] el matrimonio;
[7] el orden sacerdotal;
Solo
analizaremos los sacramentos desde la perspectiva protestante, es decir:
[1]
el bautismo en agua;
[2]
la Santa Cena (Eucaristía, para los católicos); y
[3]
la confesión de pecados;
[1] EL bautismo en agua
Al principio de la iglesia
Al
principio, la salvación solo era de judíos (Juan, 4:22) hacia judíos (Mateo,
15:24). En este contexto, la salvación era a través del bautismo en agua para
perdón de pecados y para recibir al Espíritu Santo:
Hechos,
2:38 Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre
de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu
Santo.
En
esta etapa, el bautismo era salvífico, es decir, era necesario para obtener la
salvación.
De
este modo el Espíritu Santo se recibía dos veces:
[1] como
parte de la salvación y mediante el bautismo en agua (Hechos, 2:38); y
[2] como
parte del bautismo en el Espíritu Santo (prometido por Jesús en Hechos, 1:8 y
cumplido en Hechos, 2:1-4);
La
recepción del Espíritu Santo del apartado [2] no era (ni es) para salvación
sino para recibir poder y ser equipado con algunos de los nueve dones del
Espíritu Santo (1 Corintios, 12:8-10), siendo una señal distintiva de haber
recibido este bautismo especial el "hablar nuevas lenguas".
Sin
perjuicio de que el bautismo en el Espíritu Santo continua disponible para la
iglesia actual y en las mismas condiciones que para la iglesia primitiva, hubo
un cambio sustancial respecto del bautismo en agua y es que comenzó siendo
salvífico y termino no siéndolo (situación que permanece en nuestros días).
El rechazo de Jesús y el
cambio de paradigma
Los
judíos rechazaron a Jesús no menos de tres veces:
[1] al
rechazar a Juan el Bautista, el precursor de Jesús (Mateo, 3:7-8, Lucas,
7:33-34);
[2] al rechazar al propio Jesús (Mateo,
27:22-25); y
[3] al rechazar y matar a Esteban (Hechos, 7:58
– 8:1)
Fue
cuando Dios se volvió a los gentiles (no judíos), levantando a Pablo (Hechos,
9) como apóstol a los gentiles (Romanos, 11:13) y revelándole (Gálatas,
1:11-12, 2:1-2) el misterio del Evangelio (Romanos, 16:25-26, 1 Corintios, 15:3-4)
consistente en que la salvación y la recepción del Espíritu Santo tendrían lugar,
de aquí en más, por gracia, por medio de la fe en el Evangelio (1 Corintios,
15:3-4) y no por obras (Efesios, 2:8-9, Tito, 3:5).
Y
aquí puede verse el cambio de paradigma en cuanto a la salvación: de ser por
medio del bautismo en agua (Hechos, 2:38), la salvación pasó a ser por gracia,
por medio de la fe y no por obras (Efesios, 2:8-9, Tito, 3:5).
La
gracia puede ser definida como el favor inmerecido de Dios por medio del cual
los hombres pueden ser salvos, vivir en santidad y obedecer sus mandamientos,
aunque no de manera perfecta. La gracia es la actividad unilateral de Dios por
medio de la cual Él está continuamente atrayendo las almas hacia sí mismo.
Siendo
la gracia la causa de la salvación, el modo de acceder a ella es por medio de
la fe (Romanos, 5:2) en el Evangelio (1 Corintios, 15:1-4). A partir de aquí,
incluso, el Espíritu Santo se recibiría junto con la salvación ya no por medio
del bautismo en agua (Hechos, 2:38) sino por el oír con fe el Evangelio
(Gálatas, 3:2).
El concilio de Jerusalén
El
libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por Lucas como complemento de su
Evangelio, cuenta con 28 capítulos. La bisagra es el capítulo 15 (la mitad del
libro) donde se celebra el famoso “Concilio de Jerusalén”.
La
estructura del libro de los Hechos es la siguiente: mientras del capítulo 1 al
14, la figura central es Pedro y el epicentro geográfico es la iglesia de
Jerusalén (la iglesia de los judíos), del capítulo 16 al 28, la figura central
es Pablo y el epicentro geográfico es la iglesia de Antioquia (la iglesia de
los gentiles). En el “medio”, en el capítulo 15, como dijimos, se celebra el famoso
“Concilio de Jerusalén”.
¿Qué
se discutió en ese concilio?. “Que se necesita para ser salvos”, nada más y
nada menos. ¿Y qué se necesita para ser salvos, en opinión de Pedro y de
Santiago?.
Escuchemos
primero a Pedro:
Hechos,
15:7 Y después de mucha discusión, Pedro se levantó y les dijo: Varones
hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los
gentiles oyesen por mi boca la palabra del evangelio y creyesen. 15:8 Y Dios,
que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo
mismo que a nosotros; 15:9 y ninguna diferencia hizo entre nosotros y
ellos, purificando por la fe sus corazones. 15:10 Ahora, pues, ¿por qué
tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni
nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? 15:11 Antes creemos que
por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos.
Ahora
escuchemos a Santiago:
Hechos,
15:13 Y cuando ellos callaron, Jacobo (Santiago) respondió diciendo: Varones
hermanos, oídme. 15:19 Por lo cual yo juzgo que no se inquiete a los
gentiles que se convierten a Dios, 15:20 sino que se les escriba que se
aparten de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de
sangre. 15:24 Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a
los cuales no dimos orden, os han inquietado con palabras, perturbando vuestras
almas, mandando circuncidaros y guardar la ley, 15:28 Porque ha parecido
bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas
cosas necesarias: 15:29 que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos, de
sangre, de ahogado y de fornicación;
Como
surge de sus propios discursos, podemos ver que ni para Pedro ni para Santiago
era necesario circuncidarse ni guardar la ley (tener obras) para ser salvos, lo
cual solo acontecía “por la gracia del Señor Jesús” (Hechos, 15:11). El
evangelio de Pablo fue claramente respaldado por Pedro y Santiago.
La evolución en el pensamiento
de Pedro
Recordemos
lo que afirmo Pedro al principio:
Hechos,
2:38 Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre
de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu
Santo.
Si
había un lugar donde volver mencionar el bautismo en agua como requisito para
la salvación (Hechos, 2:38) era sin dudas el Concilio de Jerusalén (Hechos, 15).
Pero Pedro prefirió hablar allí de “la gracia del Señor Jesús” (Hechos, 15:11).
¿Por qué Pedro no repitió en el Concilio de Jerusalén lo mismo que había dicho
en Hechos, 2:38? Sin dudas, su pensamiento había evolucionado. Ahora Pedro se
encolumnaba detrás del Evangelio revelado a Pablo. Y, por si hubiera alguna
duda respecto del cambio en el pensamiento de Pedro, también nos hablará luego
de la sangre de Jesús:
1
Pedro, 1:18 sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir,
la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, 1:19
sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin
contaminación,
Como
puede apreciarse, Pedro comenzó hablando del bautismo en agua (Hechos, 2:38) y
termino hablando de la gracia (Hechos, 15:11) y de la sangre de Cristo (1
Pedro, 1:19).
El
bautismo en agua, como requisito para la salvación, no volvió a ser mencionado
por Pedro, ni en el Concilio de Jerusalén ni en sus dos Cartas, ni fue
mencionado por Pablo en ninguna de sus Epístolas. No obstante, el bautismo en
agua en la actualidad sigue siendo practicado por la mayoría de las iglesias
evangélicas en todo el mundo.
Consideraciones generales
El
bautismo en agua simbólicamente nos recuerda la muerte, sepultura y
resurrección de Jesús mientras que, a la vez, dramatiza la muerte y sepultura
del viejo ser del creyente arrepentido y el nacimiento a una nueva vida “en
Cristo”.
Primeramente
se bautiza a las damas, luego a los caballeros. En algunas iglesias se
acostumbra a que los candidatos a ser bautizados vistan ropas blancas.
Ya
que el candidato debe ser sumergido en agua por completo (bautismo por
inmersión), algunas iglesias solo bautizan en verano. Aunque puede ser
acompañado por otro ministro, es deseable que quien bautiza sea un pastor
ungido. Dentro de una pileta llamada “bautisterio” (desarmable o fija) el
pastor y el colaborador se colocan a cada lado del candidato a ser bautizado y,
luego de hacer la oración que sigue, lo impulsan hacia atrás, sumergiéndolo por
completo en el agua y ayudándolo a reincorporarse de inmediato, finalizando así
el acto bautismal.
Modelos
de oración del ministro que bautiza:
[1]
el ministro menciona el nombre completo del candidato y dice: “luego de haber
confesado tu fe en el Señor Jesucristo y de haberlo aceptado como tu salvador
personal, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
Amén.” y acto seguido procede a sumergir al candidato en el bautisterio, en la
forma descripta;
[2]
el ministro menciona el nombre completo del candidato y dice: “por cuanto has
confesado y aceptado al Señor Jesucristo como tu salvador personal, yo te
bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.” y acto
seguido procede a sumergir al candidato en el bautisterio, en la forma
descripta;
Como
surge de las oraciones transcriptas, el bautismo solo acontece luego de la
confesión de fe del candidato (no antes), es decir, la salvación precede (es
anterior) al bautismo. La que salva es la fe y no el bautismo (que es una obra).
Por eso la confesión de fe es necesaria y es previa al bautismo. Si el
candidato confiesa a Cristo sin fe, por más que se esté bautizando, la
salvación no acontece.
El bautismo en agua en la
actualidad
No
tenemos nada en contra del bautismo en agua en las iglesias evangélicas actuales.
Pero no debe enseñarse (ni tampoco debe creerse) que por estar bautizado se ha
logrado la salvación, es decir, no deben enseñarse “mandamientos de hombres”
como si fueran doctrina de Dios (Mateo, 15:7-9, Marcos, 7:3, Marcos, 7:13).
La
salvación no es por obras (como acto humano, el bautismo califica tal) sino por
gracia, por medio de la fe en el Evangelio (1 Corintios, 15:3-4), para que
nadie se gloríe (Efesios, 2:8-9, Tito, 3:5). Es más, la salvación debe ser
previa al bautismo en agua, es decir, el bautismo en agua solo debería ser
practicado por una persona convertida y no por un incrédulo, lo cual implicaría
tomar este sacramento de una manera indigna (hablaremos de esto cuando
estudiemos la Santa Cena del Señor).
Una
persona convertida es alguien que ha escuchado el Evangelio (1 Corintios,
15:3-4), lo ha creído y ha recibido el Espíritu Santo (Gálatas, 3:2), quien no
solo ha venido a morar (1 Corintios, 3:16, 6:19) sino que, además, ha sido
sellado en esa persona (Efesios, 1:13-14, Efesios, 4:30, 2 Corintios, 1:21-22).
A partir de ahí el Espíritu Santo comienza en la persona su obra de
regeneración que es “convencer de pecado, de justicia y de juicio” (Juan, 16:8)
y la perfeccionara hasta el día de Jesucristo (Filipenses, 1:6). La convicción
de pecado (una obra del Espíritu Santo) produce arrepentimiento y, finalmente,
confesión (1 Juan, 1:9).
El
arrepentimiento, antes del bautismo, es fundamental. Y para que el candidato
pueda arrepentirse antes de bautizarse, debe tener al Espíritu Santo morando
consigo, es decir, debe ser salvo, porque el Espíritu no puede obrar en un
inconverso (porque no mora), es decir, un inconverso no puede arrepentirse
(Juan, 14:17). Por eso la salvación acontece (o debiera acontecer) antes de la
inmersión en las aguas bautismales.
[2] La Santa Cena o Cena del
Señor (Eucaristía, para los católicos)
Consideraciones generales
El
sacramento de la Santa Cena o Cena del Señor, implica “participar del cuerpo y
la sangre de Jesucristo” bajo las especies del pan y del vino,
respectivamente.
Los
católicos creen que el pan y el vino, en realidad, “se convierten” en el
cuerpo y la sangre de Cristo (doctrina de la transustanciación). De esta forma,
Cristo es “sacrificado” en cada misa por los católicos. Los protestantes, en
cambio, creemos que el pan y el vino “solo representan” (simbolizan) el
cuerpo y la sangre de Cristo (doctrina de la consustanciación).
Solo
deben participar de este sacramento personas cristianas, es decir, salvas.
En
algunas iglesias se exige, además, que la persona esté bautizada, pero esta
exigencia es más una “norma interna” de la iglesia local que una doctrina
bíblica, porque:
[1] tal exigencia, no tiene sustento en las
Escrituras; y
[2] como hemos visto, el bautismo no es
salvífico (no salva);
Quizá
esas iglesias tienen esa norma (que solo las personas bautizadas participen de
la Santa Cena) para tener nada más que un control (lo que no está mal), pero no
debe enseñarse ese “mandamiento de hombre” como si fuera doctrina de Dios
(Mateo, 15:7-9, Marcos, 7:3, Marcos, 7:13).
Este
sacramento suele celebrarse mensualmente, por lo general el primer día domingo
de cada mes.
La forma de celebrar la Santa
Cena
Cuando
se celebra este sacramento, normalmente se leen los versículos escritos por
Pablo en 1 Corintios, 11:23-29.
Primeramente
el pastor lee los versículos que se refieren al pan:
1
Corintios, 11:23 Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que
el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; 11:24 y habiendo
dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por
vosotros es partido; haced esto en memoria de mí.
Acto
seguido, otro ministro (generalmente diacono o anciano) ora por el pan (sin
levadura, normalmente hecho por alguno de los miembros de la iglesia) y luego
recorre la congregación ofreciendo los pedazos de pan en una bandeja. Luego, cada
miembro de la congregación, en condiciones de participar de la Santa Cena, de
acuerdo a las normas establecidas por cada iglesia local, toma un pedazo de pan
y lo come cuando el pastor lo indica.
El
pan, como dijimos, representa el cuerpo físico del Señor, el cual fue partido
(herido) al igual que el pan. De esto habla Isaías cuando escribe:
Isaías,
53:4 Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y
nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. 53:5 Mas él
herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de
nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados.
Seguidamente,
el pastor lee los versículos relativos al vino:
1
Corintios, 11:25 Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado,
diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas
las veces que la bebiereis, en memoria de mí.
Y
luego algún otro ministro (también, por lo general, diacono o anciano) procede
con el vino de la misma manera en que procedió con el pan: ora por él y lo
ofrece a la congregación.
De
acuerdo con las normas de cada iglesia local, aquí puede suceder que:
[a]
todos los miembros de la congregación beban de una misma copa o el vino se
ofrezca en pequeños vasos a cada miembro; y
[b] se
ofrezca vino con alcohol o vino previamente hervido (para que pierda su
graduación alcohólica) o directamente jugo de uva;
El
vino, como también dijimos, representa la sangre de nuestro Señor derramada en
la cruz del calvario. De esto hablan Pablo y Pedro.
Pablo
dice que fuimos comprados por precio:
1
Corintios, 6:19 ¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el
cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? 6:20 Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en
vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.
Y
Pedro aclara cual fue el precio pagado:
1
Pedro, 1:18 sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir,
la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o
plata, 1:19 sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin
mancha y sin contaminación,
1
Corintios, 11:26 Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis
esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga.
La
Santa Cena se celebra para anunciar la muerte del Señor por nuestros pecados,
hasta su (segunda) venida.
Finalmente
se leen los versículos relativos a la advertencia de tomar la Santa Cena de
manera indigna:
1
Corintios, 11:27 De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta
copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del
Señor. 11:28 Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan,
y beba de la copa. 11:29 Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir
el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí.
No
pueden participar de la Santa Cena:
[a] personas incrédulas, es decir, personas que
no sean salvas; o
[b] personas
que, aun siendo salvas, no estén en plena comunión con el Señor;
En
relación al apartado [b], podemos decir que a veces la comunión con Dios se ve
interrumpida a causa nuestro pecado (1 Juan, 1:8), aunque seguimos siendo
salvos. Para restaurar esa comunión perdida, debemos arrepentirnos y confesar nuestros
pecados (1 Juan, 1:9) y es cuando la sangre de Cristo, cuyo poder redentor es
eterno (Hebreos, 10:14), nos vuelve a limpiar y así podemos participar sin
problemas de la Santa Cena.
Dicho
de otro modo: no deberíamos participar de la Santa Cena si tenemos pecados
respecto de los cuales no nos hemos arrepentido y que, por ende, no hemos
confesado (1 Juan, 1:9).
Pablo
reafirma esta idea en:
2
Corintios, 13:5 Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a
vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en
vosotros, a menos que estéis reprobados?.
La
iglesia de Corinto era una iglesia muy dotada. Muchos dones, mucho
conocimiento. Pero los corintios no siempre se comportaban como creyentes.
Los
corintios eran juzgados en lugar de ser bendecidos (1 Corintios, 11:28-30):
Es
evidente que Cristo dio personalmente a Pablo instrucciones respecto a la Cena
del Señor, porque el apóstol no estuvo en el aposento alto cuando se instituyo
la ordenanza (Mateo, 26:26-28, Marcos, 14:22-24, Lucas, 22:19-20). Las palabras
de Pablo hablan del cuerpo partido y la sangre derramada de Cristo por su iglesia,
elementos que son un recordatorio constante de su amor y regreso.
Pero
la Santa Cena dejo de ser una bendición para la iglesia de Corinto y, por la
manera en que abusaban de ella, era, más bien, causa de juicio. Sus reuniones
no eran para lo mejor sino para lo peor:
1
Corintios, 11:17 Pero al anunciaros esto que sigue, no os alabo; porque no os
congregáis para lo mejor, sino para lo peor.
Así
es como siempre resultan las cosas espirituales: si nuestros corazones no andan
bien, cualquier cosa que hagamos se convierte en una maldición.
Los
corintios eran castigados:
1
Corintios, 11:30 Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros,
y muchos duermen.
Dios
permitió que vinieran enfermedades e incluso muerte a los de la iglesia de
Corinto debido a que participaban de la Cena del Señor de una manera indigna.
Obsérvese
que Pablo jamás dice que debemos ser “dignos” para comer de la Mesa del Señor
porque, si ese fuera el caso, nadie podría participar.
Aunque
no somos dignos, podemos “participar de una manera digna” al comprender lo que
la Santa Cena significa: tener un corazón libre de pecado, estar lleno del amor
por Cristo y su pueblo y estar dispuesto a obedecer su Palabra.
Los
cristianos a menudo piensan que pueden “salirse con la suya” actuando
descuidadamente en la iglesia, pero eso es imposible. Si nuestros corazones no
andan bien, Dios tiene que castigarnos para traernos al lugar de la bendición.
El
juicio propio:
1
Corintios, 11:31 Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos
juzgados; 11:32 más siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no
seamos condenados con el mundo.
Si
enfrentamos nuestros pecados con sinceridad, los juzgamos y los confesamos,
Dios no nos castigara. Pruébese cada uno a si mismo escribe Pablo:
1
Corintios, 11:28 Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y
beba de la copa.
En
la Cena del Señor damos “tres miradas”:
[1] miramos hacia adentro y confesamos nuestros
pecados;
[2] miramos hacia atrás y recordamos el
Calvario; y
[3] miramos hacia adelante y anhelamos
fervientemente su regreso;
El
principio es claro: si no juzgamos nuestros pecados, Dios tendrá que hacerlo
por nosotros.
Como
puede apreciarse, no hay una única manera de celebrar este sacramento. De
acuerdo a la costumbre y a las normas internas de cada iglesia local, pueden:
[+]
leerse otros versículos que no sean los de 1 Corintios, 11:23-29 (por ejemplo Mateo, 26:26-28, Marcos, 14:22-24, Lucas, 22:19-20);
[+]
utilizarse pan común, en lugar de pan sin levadura especialmente hecho;
[+]
utilizarse vino común con alcohol, en lugar de vino previamente hervido o jugo
de uva;
[+]
beber todos los miembros de la congregación de una misma copa o de vasos
individuales;
[+]
exigirse ciertos requisitos para participar (por ejemplo, estar bautizado);
Al
igual que ocurre con el sacramento del bautismo en agua, el sacramento de la
Santa Cena, aunque es un mandato del Señor cuando dijo “haced esto en memoria
de mí” (1 Corintios, 11:24-25), no es salvífico, es decir, no está prescripto
en ningún lugar de las Escrituras como requisito esencial para la salvación del
alma.
[3] La confesión
A
diferencia del bautismo en agua y la Santa Cena, la confesión no está
considerada un sacramento por la teología protestante pura. No obstante, para
muchos (incluidos nosotros), la confesión si es un sacramento “por definición”.
Recordemos la definición presentada más arriba: “instrumento o medio para hacer
santo o santificar”. La confesión es un instrumento o medio para santificar por
excelencia ya que (ya lo veremos) permite que la sangre de Cristo, derramada
una sola vez en la cruz (Hebreos, 10:14), nos vuelva a limpiar cada vez que
pecamos, luego de ser salvos.
Sin
perjuicio de que podemos confesar nuestros pecados a otros cristianos
(generalmente ministros) en una iglesia (Santiago, 5:16), solemos practicar la
confesión – sea por pudor, porque nos sentimos más cómodos o por lo que fuere –
en la soledad de nuestro aposento secreto y únicamente delante de Dios. Se
desprende de esto que la confesión es el único de los tres sacramentos que no
es “congregacional”, mientras que el bautismo y la Santa Cena si lo son porque,
para participar de ellos, en necesario congregarse en una iglesia local.
La
Biblia misma dice que continuamos pecando, luego de ser salvos:
1 Juan, 1:8 Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos,
y la verdad no está en nosotros.
El
apóstol Juan dice “si decimos”, es decir, se incluye, con lo cual está hablando
de la iglesia (de gente que es salva). Juan da por sentado que todo cristiano,
aun después de ser salvo, sigue pecando. Lo que Juan está diciendo es que un
cristiano que no reconoce su pecado no es cristiano (la verdad no está en el).
Esto está confirmado por lo que escribe Juan en el versículo siguiente:
1
Juan, 1:10 Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su
palabra no está en nosotros.
Si
no reconocemos que tenemos pecado, no somos creyentes dice Juan. No obstante,
luego de reconocer esto, el apóstol Juan habla también de la solución:
1
Juan, 1:9 Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo
para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.
La
palabra clave aquí es “confesión”, la cual proviene, a su vez, de la palabra
griega “homologeo”, compuesta por dos raíces: “homo” (que significa “lo mismo”)
y “logeo” (que significa “hablar”). O sea que la palabra “confesión” significa
“hablar lo mismo”. ¿Hablar lo mismo que quien?. Hablar lo mismo que Dios. Solo
cuando somos capaces de “hablar lo mismo” que Dios hablaría sobre nosotros,
estamos confesando, lo cual implica la difícil tarea de vernos como Dios nos ve
(para bien y para mal).
La
confesión solo tiene lugar cuando oramos de la siguiente forma: Señor, perdona
porque la semana pasada he murmurado contra tal persona, porque este mes no he
diezmado lo que corresponde o porque ayer por la noche mire pornografía en
internet (evitando toda otra oración vaga y general). Debemos ser específicos.
Cuando
pecamos siendo salvos no perdemos la salvación, pero si podemos perder la
comunión con Dios, lo cual puede detener alguna bendición que Él tiene para
nosotros. La confesión es la solución a cuando volvemos a pecar, luego de ser
salvos. Es la manera de restaurar la comunión con Dios, perdida a causa del
pecado.
La
sangre de Cristo fue derramada una sola vez y su poder redentor es eterno:
Hebreos,
9:24 Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del
verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante
Dios; 9:25 y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote
en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. 9:26 De otra manera le
hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero
ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el
sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado.
Hebreos,
10:14 porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los
santificados.
Confesando
cada vez que cometemos un pecado, su sangre nos vuelve a limpiar.
El
creyente verdadero va a reconocer el pecado en su vida (1 Juan, 1:8). Él va a
vivir una vida de arrepentimiento y él va a practicar la “confesión” (1 Juan,
1:9). Un creyente es una persona quebrantada, que siempre está reconociendo sus
fallas, arrepintiéndose de sus fallas y confesando sus fallas a Dios y aun a
los hermanos. Es una persona que puede discernir cuando peca.
Un
cristiano no es perfecto. Un cristiano va a luchar con el pecado toda su vida.
Un cristiano puede caer en el pecado. Pero un cristiano no puede vivir
constantemente, años tras año, practicando el pecado, como un mundano, sin
disciplina o sin quebrantamiento. El cristiano verdadero, cuando peca, Dios (su
Padre) le va a hablar.
La
vida de un creyente no está marcada por la perfección. Pero si está marcada por
un “estilo de vida” que es diferente del mundo y tiene una relación diferente
con el pecado.
Antes
de seguir, debemos aclarar lo siguiente:
No
estamos diciendo que la Biblia avala o justifica el pecado, ni estamos incentivando
a usar 1 Juan, 1:8-10 como una “licencia para pecar” una y otra vez: pecamos,
confesamos y nos limpiamos, para volver a pecar nuevamente y, así, recomenzar
el círculo. Lo único que cabe esperar de quienes piensan de esta manera (y lo
llevan a la práctica) es que no son salvos.
La
misma Biblia se anticipa a esta situación cuando dice:
Proverbios,
28:13 El que encubre sus pecados no prosperará; Más el que los confiesa
y se aparta alcanzará misericordia.
No
alcanza con confesar. Tiene que haber un arrepentimiento genuino, el cual se
traduce en una lucha continua contra el pecado.
Para
los que si somos salvos, en cambio, el que un pasaje como 1 Juan, 1:8-10 forme
parte de la Biblia resulta un verdadero alivio y nos habla de cuan sabio es
Dios. Lo que estamos intentando decir es que la confesión es una herramienta
diseñada por Dios para que, después que hemos sido salvos, podamos restaurar la
comunión con El, perdida a causa del pecado, cada vez que nos equivocamos.
Cuando,
siendo salvos, cometemos un pecado, llegamos a sentirnos verdaderamente mal: es
el Espíritu Santo, obrando en nosotros a través de la convicción de pecado
(Juan, 16:8), mostrándonos que nos hemos equivocado.
La
diferencia entre un cristiano y un incrédulo no es el pecado, en el sentido de
que, mientras un inconverso peca, el cristiano ha dejado de hacerlo, por lo
menos desde su conversión.
Por
eso Pablo escribe en:
Romanos,
3:22 Porque no hay diferencia, 3:23 por cuanto todos
pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios.
Y
esta es la idea que el mundo tiene sobre la iglesia (tal vez alimentada, por la
misma iglesia): que un cristiano no peca. Por eso, cuando los mundanos ven a un
cristiano caído en pecado, se mofan y lo tildan de hipócrita. Tal vez esta sea
una de las consecuencias de haber predicado durante tanto tiempo un evangelio
de condenación, en vez de predicar un evangelio de gracia (quien sabe).
La
diferencia entre un cristiano y un incrédulo radica en lo siguiente:
[+]
mientras un incrédulo peca y “continúa su vida como si nada” porque, al no
tener al Espíritu Santo morando consigo, no tiene convicción de pecado;
[+]
un cristiano peca pero, en lugar de “continuar su vida como si nada”, al tener
al Espíritu Santo morando consigo y tener, por ende, convicción de pecado,
confiesa y restaura, de esta manera, la comunión perdida con Dios, a causa del
pecado.
Cuando
pecamos, siendo salvos, nos sentimos los más miserables del mundo y es cuando
tenemos la tendencia a pensar que el Señor nos ha desechado para siempre y ya
no podrá seguir usándonos (el primer interesado en instalar esta idea en
nosotros es el mismísimo satanás).
Pero
el Señor no quiere que nos quedemos en ese estado de tristeza y desolación. Por
eso el Señor, sabiendo de antemano que, aun después de haberlo aceptado como
Señor y Salvador, continuaríamos equivocándonos, previó la solución en 1 Juan,
1:9.
El
Señor no dejo ningún cabo suelto. Su obra en la cruz fue perfecta y completa.
El Señor no murió en la cruz, de la peor muerte jamás ideada por el hombre,
para volvernos a condenar luego ante el primer tropiezo.
Conclusión:
Recordamos
los tres sacramentos que hemos estudiado:
[1]
el bautismo en agua;
[2]
la Santa Cena del Señor (Eucaristía para los católicos); y
[3]
la confesión de pecados;
Ninguno
de los tres sacramentos que hemos visto es salvífico, es decir, ninguno es un
requisito esencial para obtener la salvación.
En
lo que respecta a los sacramentos que hemos estudiado, debemos analizar dos
cuestiones:
[1]
la no práctica; y
[2]
la práctica inadecuada;
El
Señor ha dicho:
Mateo,
18:20 Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos.
Del
anterior pasaje surge que, si dos o tres personas se congregan (sea donde
fuere) en el nombre de Jesús, allí estará su presencia, lo cual podría ocurrir
perfectamente fuera de un templo. De aquí surge que, aunque es conveniente, no
es obligatorio (ni necesario para la salvación) congregarse en un templo junto
con un determinado número de personas. De tal suerte, los sacramentos
congregacionales (el bautismo y la Santa Cena) podrían no ser practicados (sin
consecuencias) por una persona que no se congrega.
Sin
embargo, la no practica del sacramento de la confesión (sacramento no
congregacional, porque, como hemos dicho, suele practicarse en privado), si
tiene consecuencias ya que, como hemos visto, los pecados inconfesados, si bien
no hacen que perdamos nuestra salvación, interrumpen nuestra comunión con Dios,
lo cual puede detener alguna bendición que El tenia para nosotros (Dios no
podrá bendecirnos si no somos capaces de juzgar nuestros propios pecados y
confesarlos delante de Él).
No
obstante, creemos que la práctica inadecuada de estos tres sacramentos si tiene
consecuencias, porque todos tienen un común denominador, que es el
arrepentimiento, de donde se deduce que tomar estos sacramentos en “forma
inadecuada” es tomarlos sin arrepentimiento.
Tomar
la Santa Cena sin estar arrepentidos de nuestros pecados, como hemos visto,
tiene consecuencias y así lo estipula la misma Biblia:
1
Corintios, 11:29 Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el
cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí.
Ahora
bien, bautizarse y confesar nuestros pecados sin arrepentimiento ¿tiene
consecuencias?.
Analicemos,
primeramente, el caso del bautismo. Como hemos visto, la salvación acontece
antes de ingresar en las aguas bautismales, pues es necesaria la previa
confesión de Cristo antes del bautismo, lo cual requiere arrepentimiento de
nuestros pecados. Tomar el bautismo a la ligera, sin comprender lo que
simboliza, aunque la Biblia no lo exprese (como en el caso de la Santa Cena),
creemos que si tiene consecuencias, pues se estaría quebrantando uno de los
diez mandamientos:
Éxodo,
20:7 No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por
inocente Jehová al que tomare su nombre en vano.
Bautizarse
sin arrepentimiento es tomar ciertamente el nombre de Dios en vano.
Analicemos,
ahora, el caso de la confesión. La Biblia dice:
Proverbios,
28:13 El que encubre sus pecados no prosperará; Mas el que los confiesa
y se aparta alcanzará misericordia.
Solo
el que confiesa y se aparta (se arrepiente) alcanzara misericordia. De esto
surge que el que confiesa sus pecados (como una licencia para limpiarse y
volver a pecar) pero no se aparta (no se arrepiente), no solo no alcanzara
misericordia sino que, seguramente, atraerá hacia sí mismo el juicio de Dios.
Esto,
por otra parte, también implicaría tomar el nombre de Dios en vano (Éxodo,
20:7).
Bien
lo expreso Salomón cuando escribió:
Eclesiastés,
5:1 Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie; y acércate más para oír que
para ofrecer el sacrificio de los necios; porque no saben que hacen
mal. 5:2 No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir
palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra;
por tanto, sean pocas tus palabras. 5:3 Porque de la mucha ocupación viene
el sueño, y de la multitud de las palabras la voz del necio. 5:4 Cuando a
Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque él no se complace en los
insensatos. Cumple lo que prometes. 5:5 Mejor es que no prometas, y no que
prometas y no cumplas. 5:6 No dejes que tu boca te haga pecar, ni digas
delante del ángel, que fue ignorancia. ¿Por qué harás que Dios se enoje a causa
de tu voz, y que destruya la obra de tus manos?
Acerquémonos
a Dios, sí, pero más para oír que para ofrecer el “sacrificio de los necios”
(Eclesiastés, 5:1).
Éxodo,
20:7 No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por
inocente Jehová al que tomare su nombre en vano.